Aparente libertad…
No somos libres como creemos. El hecho de poder usar la ropa que deseamos, de decidir entre caminar o tomar el transporte público, de qué leer, qué tomar, de tener sexo o hacer el amor, no es más que un lenitivo a las cadenas que nos unen a la vida.
Hemos sido lanzados al mundo desde lejanas calderas donde se cocinan eternamente las almas. “Uno escarba la tierra con el dedo para oler en qué clase de tierras se encuentra. Yo escarbo la existencia con el dedo: huele a nada”, dice Heidegger.
Y bajo la promesa de vivir en un país libre, nos refugiamos y calmamos nuestros pensamientos, cuando en realidad, no tenemos idea del por qué la tierra soporta nuestros pies. Pero compramos la idea, lo que más importa hoy en día.
Vivir en el esplín no es una opción, por lo que el hombre con el rostro curtido de los rayos del sol, sin más protección que el sudor de los anhelos, trata de descubrirse en la acción y nunca en la apreciación, como a Goethe le gustaría. Es así como el hombre de hoy es una farsa.
Pero pretender la felicidad es una cruz muy pesada, y los humanos aún y con todos los recuerdos musicales dentro de un pequeño dispositivo móvil en la bolsa del pantalón, tienen vacías las esperanzas. Si yo fuera el creador de este mundo, también viviría con el corazón destrozado como Schopenhauer.
“Soy un compuesto de hombre y fiera”, viene desde la garganta del Segismundo que no concibe la idea de tener menos libertad que un ave que abandona el nido; esa fiera que gana a veces la batalla, al contrario de lo que se puede pensar, es la oportunidad de sentir por un momento la libertad real que sólo los animales pueden gozar; Kierkegaard siempre supo que Dios creó a los hombres para que fueran libres ante sí mismos, esa es la cruz con la que la filosofía no ha podido cargar, pero de la que ha quedado prendida.
El hombre actual se cree libre porque se abre infinitas opciones, sin embargo, irónicamente se cierra las salidas a una existencia verdadera. Tiene que trabajar porque tiene que consumir para ser feliz y que su vecino lo note, aunque al final del día, no tiene tiempo para simplemente “ser”, y se aniquila al convertirse en una extensión de la máquina que opera mecánicamente.
Termino con un verso de Garrick de Juan de Dios Peza, ese “feliz” hombre que sólo en los muertos encuentra a sus amigos y en los vivos a sus verdugos: